lunes, 18 de julio de 2011

El Guerrero, Carlos Mora Peñafiel.

Lo conocí por Internet. Hasta ese momento en que en su computadora escribió un saludo y yo lo recibí en la mía, su nombre era apenas el sinónimo de una víctima más de la ambición de un médico que olvidó su juramento de luchar por la vida de sus pacientes y permitió que el afán de lucro no siguiera los procedimientos de asepsia que manda esterilizar un equipo y una aguja, antes de usarlo con el paciente por venir.
Los medios de comunicación habían seguido de cerca el caso y el Ecuador entero estaba enterado que habían sido 21 seres humanos los contagiados de SIDA en la clínica particular de inconsciente médico, y entre ellos una criatura de apenas 8 años y meses, afectada de una insuficiencia renal que le obligaba a someterse a varias diálisis por semana y de la que pensaba con optimismo superarla gracias a un posible trasplante de riñón que su madre le donaría.


Por eso, la sorpresa me invadió esa mañana de verano serraniego al recibir una llamada telefónica de Ramiro Cepeda, dueño de una editorial de Guayaquil, que me pedía que leyera unos textos escritos por Carlos Mora Peñafiel, y que pensaba podrían ser publicados en forma de libro.

Mi respuesta fue inmediata. Sonaba bien el desafío, pero antes debía conocer al autor de esos textos para trabajar con él. Si lograba conocerlo y establecer una fluida relación, entonces, el trabajo sería agradable, caso contrario, podrían surgir divergencias insalvables que impedirían alcanzar el objetivo.

Al momento de despedirnos, Ramiro me ofreció hablar con “Carlitos” para pedirle que me llamara. Esa misma noche, no llegó una llamada telefónica como esperaba, llegó un mensaje electrónico a mi correo; en ese mensaje Carlitos me decía que estaba muy cansado de la diálisis y que no tenía fuerzas para hablar, pero que al día siguiente lo haría.

Así, con la tecnología del Internet y del teléfono iniciamos una amistad que habría de durar hasta su muerte, varios años después.

Por supuesto que estuve con él, a su lado, en varias ocasiones, como cuando se presentó su libro en Guayaquil. Arribé, antes que él, al Salón máximo del Municipio de la ciudad y esperé su llegada en los corredores aledaños. Quería saludarlo y presentarme para conocernos personalmente.

Su risa franca, sonora, esa que había escuchado tantas veces a través del teléfono me anunció su llegada.
Mientras veía avanzar su silla de ruedas, empujada por su madre, su pequeña figura, deforme, deshecha nada tenía que hacer frente a esa sonrisa enmarcada en su mirada serena y llena de alegría. Era tan pequeño que su cabeza morena y redonda apenas si superaba el respaldar de la silla, y conste, ya tenía 18 años.

Al pasar junto a mi tuve la osadía de ponerme en su delante y decirle amigo, yo soy su editor. Carlitos me miró entre sorprendido y confiado y enseguida me extendió sus brazos para que un abrazo sellara esa amistad surgida en largas noches en que conversamos de tantos temas y en las que su computadora y la mía fueron instrumentos de confidencias.

Todo esto recordaba cuando pacientemente, en el cementerio “Jardines de la Esperanza”, en la ciudad de Guayaquil, esperaba la caravana que trasladaban su cuerpo ya marchito, desde la Catedral de la ciudad, para que cumpla la sentencia bíblica: “de polvo eres y en polvo te convertirás”.

No sentía pena, no. Había sido tanta su alegría que no me atrevía a ofender su memoria con expresiones del dolor que sentía. Debía recordarlo como lo que fue: un guerrero.

Como todo guerrero, él debía encontrar sus enemigos, y claro que los encontró: las enfermedades y la injusticia, dos temas que pueden pronunciarse y escribirse por separado, pero que en su caso se unieron para hacer más difícil su lucha.

Desde niño, cuando aun no alcanzaba a comprender lo que sucedía con su cuerpo, fue capaz de enfrentar 4 enfermedades catastróficas y, vencerlas en muchas batallas. Primero esa insuficiencia renal, aquella enfermedad silenciosa que muestra sus garras cuando ya los riñones apenas tienen algo menos de un 10 % de su actividad, cuando los riñones ya no son capaces de filtrar la sangre y las impurezas circulan campantes por todo el organismo. Y conste, apenas tenía 8 años.

Luego vendría la injusticia. El SIDA enfermedad a la que Carlos le sacó provecho. Gracias a ella aprendió a vivir al filo y a luchar por la alegría y contra la injusticia. Es que al saber que la enfermedad mortal se anidaba en su pequeño cuerpo aprendió a llorar en silencio y aprovechar cada amanecer porque no había garantía que habría otro. Es que, cuando apenas habían transcurrido pocos meses de saberse contaminado comprendió la magnitud de la enfermedad al saber que sus compañeros de infortunio moría uno tras otro, cual si fueran granos de una mazorca que la vida los desgranaba. Así, cuando apenas había cumplido 13 años debió transformarse en el líder de los pocos que quedaban y luego en solitario justiciero que exigía, sin desmayo, que la sociedad, al menos juzgara a quien había sido el culpable de tanto mal.


En su texto Carlos cuenta un hecho que destruye la esperanza de vivir en una sociedad donde impere la justicia. “En estos trámites, mientras se tiene que caminar por los pasillos de la policía, de la Corte de Justicia, de abogados, uno escucha y es testigo de muchas cosas. Allí uno puede perder la inocencia de creer en la bondad del ser humano. El capitán Luis Obando era un distinguido oficial de la Policía Nacional, que prestaba sus servicios en la provincia del Guayas.

Un Juez de lo Penal de esta jurisdicción emitió una providencia ordenando la prisión del Dr. Galo Garcés Barriga, por encontrar que existían pruebas suficientes para demostrar el delito de homicidio intencional que habíamos interpuesto en contra de él.

Cumpliendo esa orden, el Capitán Obando, concurrió al domicilio del médico, pero su sorpresa fue mayúscula, no sólo por no encontrarle sino porque había sido alertado de la providencia del Juez.
En la búsqueda del fugitivo, el Capitán encontró su beeper, y entre los mensajes recibidos en el aparato, encontró uno que le recomendaba que huyera, porque se había ordenado su prisión. El Capitán Obando, no pudo cumplir con la orden del Juez y, casi enseguida fue trasladado a otra plaza.


¿Quién alertó a Garcés, indicándole que se esconda? Nadie, excepto el Capitán Obando, lo supo y el oficial se llevó el secreto a la tumba, porque perdió la vida en un enfrentamiento con delincuentes en la región oriental del país, según me han referido.

He ahí un claro ejemplo de cómo se escriben páginas vergonzosas en la administración de Justicia de este país. Se ordena la prisión, pero al mismo tiempo se alerta al encausado para que huya. En las oficinas de los jueces trabajan malos ecuatorianos, fácilmente comprables, que no vacilan en conocer esas providencias a quienes pueden ofrecerles dinero o canonjías.

¿Será posible conocer algún día el secreto que el Capitán Obando se llevó a la tumba? Posiblemente no. Solo el tiempo podrá responder esta pregunta”.

Si el SIDA fue la sombra de su vida, no fue la única. Por haber sido contagiado de esa enfermedad, luego habría de sufrir de Hepatitis C; y como si esto fuera poco, otra dolencia llamada Hipoparatiroidismo se incubaría en su ya gastado cuerpo provocándole unas tumoraciones en el rostro y en casi todo su esqueleto, deformándole.

Pero, eso no fue suficiente para doblegarlo. Carlitos ya no quiso llamarse Carlitos, exigió llamarse Carlos, porque había aprendido a madurar. Quería sentirse un adulto y como tal retomó sus estudios y se graduó de bachiller, en su casa. El Ministerio debió reconocerle el título. Eso fue lo único que la sociedad le retribuyó.

Luego se matriculó en la universidad. Decidió estudiar Comunicación. Con su poca experiencia laboral ingresó a trabajar como Relacionador Público de 2 Fundaciones y con lo poco que ganaba aportaba a mantener a su familia. Había cumplido otro sueño, apoyar a su padre que apenas si ganaba para dar de comer a su esposa y a sus tres hijos: Carlos y sus hermanas: Katherine y Scarlett, nombres extraños para dos hijas de esta tierra.

En toda esta etapa, su vida cambió en la misma medida en que su cuerpo el que exteriormente cambió poco, pero interiormente cambió para peor. Su alma, en cambio sufrió más y creció mucho más.
Aprendió a amar no solo a su familia, aprendió a amar a los demás, aprendió a perdonar, aprendió a amar a la mujer, a su ciudad, a su sociedad, a su país.

Muchas chicas se le acercaron porque de su vida se desprendía una aureola a héroe, a guerrero, pero cuando comprobaron que ese guerrero estaba hecho de carne y hueso, de sangre y de pasiones, no tuvieron el coraje de respaldar con hechos sus palabras y le hirieron.

Muchos políticos se le acercaron para pedirle prestado su nombre. Apenas aceptó una vez, tal vez motivado por la curiosidad, por la luz incandescente de la tarima. La experiencia no le agradó. Prefirió volver a la soledad de su cuarto a pensar, a sentir, a chatear, a conversar.

¿Qué pasó? ¿Por qué murió?

La noche anterior, como muchas otras, había acudido al cine con un grupo de amigos y amigas. Con ellos debe haber conversado, reído, bromeado.

Pero al llegar a su casa, la verdad se impuso. Se sentía mal desde hace días. Si alguien revisa el Facebook de Carlos Mora Peñafiel encontrará frases como “me siento mal”, “no es un buen día”, “estoy hinchado”, “estoy cansado”. Otros amigos le habrán escuchado que el acudir varias veces a la semana al tratamiento de la hemodiálisis le causaba, cada vez más, dolor, sufrimiento.

A su madre, a ella que no podía ocultarle nada, apenas le pidió que le llevara a una clínica. Antes de llegar a la casa de salud, su cuerpo ya no pudo más. Hasta esa noche llegó su lucha. ¿Sus enemigos habían ganado la guerra?

No estoy tan seguro. Su ejemplo se sembró. Su lucha permanece presente.

  

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