miércoles, 27 de julio de 2011

El Soñador, Plutaco Cisneros

Cuándo aún las sombras negras de las noches, allá por los años 50 del siglo pasado, la pequeña figura de un niño caminaba por las empedradas calles de Otavalo. El pequeño, para vencer el sueño pensaba en que su diaria tarea servía para ayudar a su madre y para vencer el miedo a la oscuridad, su imaginación le construía sus sueños. De sus brazos infantiles, colgaban un par de canastas de carrizo, mientras sus pasos los dirigía hacia los hornos de leña, a comprar el pan que luego su madre vendería a los vecinos del barrio para, de esa manera, ganar unos centavos de sucres para el sustento de ella y de su hijo.

Hijo del amor, antes que del matrimonio, Plutarco Cisneros, desde niño sintió la falta de una figura paterna en su hogar, aquella que, por aquellos tiempos, estaba más ligada a la de proveedor que a la de guía y compañero. A pesar de los esfuerzos de su madre, que cosía mientras atendía la tienda del barrio y las travesuras de su hijo, los recursos económicos escaseaban en su hogar. Quizá por ello, o quizás por otros motivos desconocidos, Plutarco desde niño aprendió a ser organizado y a organizar a los otros niños. Era, por así decirlo, el líder que, pendiente de los detalles llevaba a buen término los juegos y aventuras de sus compañeros de escuela y de barrio.


Hay quienes para superar el dolor de las ausencias, de las dificultades, de las exclusiones acumulan resentimientos y venganzas; y hay quienes lo hacen adhiriéndose al bando de los constructores. Los primeros gastan su vida con gestos de revancha y rictus de destrucción contra los que creen que fueron o son los culpables de sus lágrimas; los segundos no buscan a esos culpables, ellos intentan encontrar las causas que provocan esos vacíos y esas fallas para enmendarlas.

Plutarco es constructor; no porque haya estudiado y graduado de arquitecto o ingeniero en alguna universidad, sino porque sus sueños, basados en la realidad, se levantaron a lo largo del tiempo para modificar aquella parte de realidad que debe serlo. Como verdadero constructor no utiliza la demolición sino en aquellos casos en que ya no existe solución. Cuando su sentido común le indica que es posible reconstruir sobre las ruinas de lo ya abandonado, no vacila en hacerlo y lo complementa con las nuevas ideas que surgen bulliciosas, cada día, cada hora, cada minuto de sus sueños.


La escuela y el colegio cambiaron su cuerpo y su mente, pero no cambiaron sus ambiciones. Por aquellos años, los efervescentes “60” del siglo XX, los sueños juveniles se centraban en ser un profesional famoso; ingresar al magisterio o a un puesto en la burocracia; alguno quizás aspiraba a algún día llegar a ser Diputado o Ministro; en fin, los sueños más tenían de logros profesionales que de realización de vida, de metas de satisfacción. Es que en el país se estaban gestando las condiciones para construir una sociedad de títulos antes que de saberes; cuándo alguien quería alcanzar un “mejor nivel de vida” debía hacerlo con un título universitario bajo el brazo. Por eso, cientos, quizás miles de estudiantes de provincias debían abandonar, por meses, su terruño y acudir a los principales centros urbanos principales del país a estudiar una carrera, ya que cerca de sus hogares no había instituciones de educación superior, apenas había uno o dos colegios de secundaria o media: el fiscal y, tal vez, uno privado. Ante esa realidad, cada octubre, los asientos de los buses de transporte interprovincial viajaban abarrotados de estudiantes y sus techos cubiertos de maletas, baúles y cajas con los enseres que los jóvenes transportaban a su temporal destino.

Tras nueve meses que duraba el ciclo escolar, para julio, los vientos anunciaban la presencia del verano; el calendario marcaba el tiempo de las pruebas finales en la universidad, y el ánimo junto a las maletas se preparaban para el viaje de retorno a la provincia.


Pero, por suerte, no todos coincidían en esas visiones. Plutarco Cisneros, era, por decirlo de alguna manera, un pacífico rebelde más ligado a sus sueños y a su tierra que a títulos y reconocimientos sociales. Si bien acudía a las aulas universitarias, en su mente y en su corazón sabía que ese no era su camino, que su destino debía buscarlo en otras fuentes. Por eso, cuando en una conferencia dictada por Paulo de Carvalho Neto, Agregado Cultural de la embajada de Brasil en nuestro país, sobre Folklore, un destello deslumbrante le quemó el alma. Eso era lo que buscaba, eso era el objetivo de vida a alcanzarlo.

El abandono de sus estudios no fue del agrado de su madre, pero la decisión estaba tomada.

Pero el ideal estaba incompleto. El folklore en sus manifestaciones superficiales es un atractivo para turistas, pero Plutarco, por experiencia vital propia, sabía que sería insuficiente como para transformar la exclusión social que existía en Otavalo, ciudad en la que habitaban y habitan dos grupos humanos bien definidos y poco integrados: el indígena y el “misho” o mestizo y que en muchas ocasiones, como aquella que se produjo en sus años de secundaria, en Pucará Bajo de Velásquez, se transforma en violencia asesina y sangrienta.

Del folcklore a la antropología existen varios pasos, y Plutarco, no sé si consciente o inconscientemente, los dio. Y digo inconscientemente, porque en aquellos días la palabra Antropología no existía en el diccionario académico del país. Nadie sabía ni entendía el significado de esa palabra; por eso tras el retorno a su ciudad natal, en las caminatas y reuniones de amigos, Plutarco fue dando forma a la idea que había surgido en su mente a partir de esa charla y de posteriores conversaciones con el Profesor Carvalho. Debía crearse una institución que, abandonando esa actitud paternalista que miraba al indígena como un ser humano al que había que extenderle la mano para ayudarlo a integrarse al desarrollo de la ciudad y del país, lo conociese como lo que realmente lo es: un ser humano con derechos y deberes, poseedor de una cosmovisión diferente, ni mejor ni peor, apenas distinta, para emprender el camino en calidad de socios igualitarios y amigos.

Con el compromiso expresado por nueve amigos, Plutarco formó el núcleo básico de lo que sería el Instituto Otavaleño de Antropología, institución académica que tantos aportes daría al país, a lo largo de su vida: investigaciones antropológicas, cursos, nuevas investigaciones, discusiones, y nuevas investigaciones, mesas redondas y más investigaciones, conferencias y, claro, nuevas investigaciones. De esos días y noches académicas surgiría la creación del primer museo antropológico de la ciudad que recoge muestras de la forma de vida de los habitantes de la Sierra norte del país. De los diálogos en el Instituto nacería la decisión de convocar al Primer Congreso de Kichua, que, entre otros resultados, daría paso a la creación de la grafía de este idioma. De sus deliberaciones surgirían las primeras ideas de lo que luego serían las “políticas culturales” del Ecuador.

Tantos y tan importantes aportes al país no hubieran sido posible sin la concreción de ese sueño y de los aportes económicos del Estado, del Municipio y de la audacia juvenil de este personaje que cargado, apenas con su sueño y una sonrisa, tuvo la osadía de acercarse al Gerente del Banco del Pichincha, a pedirle que le venda los terrenos de la hacienda San Vicente, ubicada en el norte de la ciudad, pero con la condición de que le pagaría con el dinero que, estaba seguro, produciría la urbanización de estas tierras.
Había creado el IOA y había lanzado el crecimiento de su ciudad hacia el norte, hacia terrenos más aptos para vivir.

Capitalizado el Instituto Otavaleño de Antropología, el siguiente paso fue la construcción de su sede. En la maqueta inicial, el arquitecto otavaleño Virgilio Chávez, plasmó las ideas de Plutarco, determinado área académicas, de investigación, de administración y un galpón destinado al funcionamiento de una gigantesca planta editorial que según el sueño de su creador debía servir para imprimir todo lo que el Estado y el gobierno central necesitara, así como las obras de investigación que salieran de la Academia. La llamada “sucretización de la deuda” provocó el cierre de la Editorial “Gallo Capitán”.

Si bien, él mismo no se había dedicado de lleno a las tareas investigadoras, sus aportes intelectuales están presentes en sus artículos y libros escritos al calor de su pasión por Otavalo. Aportes condensados en otro de sus sueños: el periódico “Presencia” que circuló por varias décadas antes de su desaparición. Allí están sus ideas y conceptos en palabras nuevas como “otavaleñidad” que luego sería aceptada por otras ciudades, cantones y regiones, que comprendieron que en una palabra puede encerrarse todo el amor al terruño y mover a sus gentes a demostrarlo en obras; así, ahora resulta común oír de la quiteñidad, de la guayaquileñidad, de la “…….dad”

Otro de sus aportes conceptuales lo hallamos en sus textos cuando nos habla de la diferencia entre “chagritud” y “chagrería”. Al primero lo llena de las virtudes cívicas que están presentes en el campo, en lo rural; mientras que a la segunda palabra, la desprecia por la superficialidad de lo banal y postizo que encierra.

Pero, más allá de las palabras, a Plutarco, el soñador habrá que juzgarlo y recordarlo por sus obras.
Con el paso de los años, las actividades del Instituto empezaron a decaer, pero no el ánimo de su creador. Había que renacer y para ello, él tenía las armas más poderosas del ser humano: su imaginación y sus sueños. Como Instituto debía cumplir una tarea académica, de difusión de ideas. Si la publicación de las obras era insuficiente, entonces había que buscar otro camino. La creación de una Universidad en la ciudad fue la respuesta.


Nuevamente, esos jóvenes, que ya no eran tan jóvenes como en los años 60, empezaron a caminar en los pasillos y oficinas de Ministerios, Congreso y tantas otras cuantas fueran necesarias hasta obtener los documentos necesarios para el funcionamiento de la soñada universidad.

En diciembre de 2002, como un regalo de Navidad, Plutarco volvió a su querida Otavalo, con todos los documentos en regla que le permitían abrir las puertas de la Universidad a los jóvenes de la comarca.

Otavalo no será la misma sin la presencia de estas dos instituciones surgidas de los sueños de amor por su terruño de Plutarco Cisneros Andrade.

lunes, 18 de julio de 2011

El Guerrero, Carlos Mora Peñafiel.

Lo conocí por Internet. Hasta ese momento en que en su computadora escribió un saludo y yo lo recibí en la mía, su nombre era apenas el sinónimo de una víctima más de la ambición de un médico que olvidó su juramento de luchar por la vida de sus pacientes y permitió que el afán de lucro no siguiera los procedimientos de asepsia que manda esterilizar un equipo y una aguja, antes de usarlo con el paciente por venir.
Los medios de comunicación habían seguido de cerca el caso y el Ecuador entero estaba enterado que habían sido 21 seres humanos los contagiados de SIDA en la clínica particular de inconsciente médico, y entre ellos una criatura de apenas 8 años y meses, afectada de una insuficiencia renal que le obligaba a someterse a varias diálisis por semana y de la que pensaba con optimismo superarla gracias a un posible trasplante de riñón que su madre le donaría.


Por eso, la sorpresa me invadió esa mañana de verano serraniego al recibir una llamada telefónica de Ramiro Cepeda, dueño de una editorial de Guayaquil, que me pedía que leyera unos textos escritos por Carlos Mora Peñafiel, y que pensaba podrían ser publicados en forma de libro.

Mi respuesta fue inmediata. Sonaba bien el desafío, pero antes debía conocer al autor de esos textos para trabajar con él. Si lograba conocerlo y establecer una fluida relación, entonces, el trabajo sería agradable, caso contrario, podrían surgir divergencias insalvables que impedirían alcanzar el objetivo.

Al momento de despedirnos, Ramiro me ofreció hablar con “Carlitos” para pedirle que me llamara. Esa misma noche, no llegó una llamada telefónica como esperaba, llegó un mensaje electrónico a mi correo; en ese mensaje Carlitos me decía que estaba muy cansado de la diálisis y que no tenía fuerzas para hablar, pero que al día siguiente lo haría.

Así, con la tecnología del Internet y del teléfono iniciamos una amistad que habría de durar hasta su muerte, varios años después.

Por supuesto que estuve con él, a su lado, en varias ocasiones, como cuando se presentó su libro en Guayaquil. Arribé, antes que él, al Salón máximo del Municipio de la ciudad y esperé su llegada en los corredores aledaños. Quería saludarlo y presentarme para conocernos personalmente.

Su risa franca, sonora, esa que había escuchado tantas veces a través del teléfono me anunció su llegada.
Mientras veía avanzar su silla de ruedas, empujada por su madre, su pequeña figura, deforme, deshecha nada tenía que hacer frente a esa sonrisa enmarcada en su mirada serena y llena de alegría. Era tan pequeño que su cabeza morena y redonda apenas si superaba el respaldar de la silla, y conste, ya tenía 18 años.

Al pasar junto a mi tuve la osadía de ponerme en su delante y decirle amigo, yo soy su editor. Carlitos me miró entre sorprendido y confiado y enseguida me extendió sus brazos para que un abrazo sellara esa amistad surgida en largas noches en que conversamos de tantos temas y en las que su computadora y la mía fueron instrumentos de confidencias.

Todo esto recordaba cuando pacientemente, en el cementerio “Jardines de la Esperanza”, en la ciudad de Guayaquil, esperaba la caravana que trasladaban su cuerpo ya marchito, desde la Catedral de la ciudad, para que cumpla la sentencia bíblica: “de polvo eres y en polvo te convertirás”.

No sentía pena, no. Había sido tanta su alegría que no me atrevía a ofender su memoria con expresiones del dolor que sentía. Debía recordarlo como lo que fue: un guerrero.

Como todo guerrero, él debía encontrar sus enemigos, y claro que los encontró: las enfermedades y la injusticia, dos temas que pueden pronunciarse y escribirse por separado, pero que en su caso se unieron para hacer más difícil su lucha.

Desde niño, cuando aun no alcanzaba a comprender lo que sucedía con su cuerpo, fue capaz de enfrentar 4 enfermedades catastróficas y, vencerlas en muchas batallas. Primero esa insuficiencia renal, aquella enfermedad silenciosa que muestra sus garras cuando ya los riñones apenas tienen algo menos de un 10 % de su actividad, cuando los riñones ya no son capaces de filtrar la sangre y las impurezas circulan campantes por todo el organismo. Y conste, apenas tenía 8 años.

Luego vendría la injusticia. El SIDA enfermedad a la que Carlos le sacó provecho. Gracias a ella aprendió a vivir al filo y a luchar por la alegría y contra la injusticia. Es que al saber que la enfermedad mortal se anidaba en su pequeño cuerpo aprendió a llorar en silencio y aprovechar cada amanecer porque no había garantía que habría otro. Es que, cuando apenas habían transcurrido pocos meses de saberse contaminado comprendió la magnitud de la enfermedad al saber que sus compañeros de infortunio moría uno tras otro, cual si fueran granos de una mazorca que la vida los desgranaba. Así, cuando apenas había cumplido 13 años debió transformarse en el líder de los pocos que quedaban y luego en solitario justiciero que exigía, sin desmayo, que la sociedad, al menos juzgara a quien había sido el culpable de tanto mal.


En su texto Carlos cuenta un hecho que destruye la esperanza de vivir en una sociedad donde impere la justicia. “En estos trámites, mientras se tiene que caminar por los pasillos de la policía, de la Corte de Justicia, de abogados, uno escucha y es testigo de muchas cosas. Allí uno puede perder la inocencia de creer en la bondad del ser humano. El capitán Luis Obando era un distinguido oficial de la Policía Nacional, que prestaba sus servicios en la provincia del Guayas.

Un Juez de lo Penal de esta jurisdicción emitió una providencia ordenando la prisión del Dr. Galo Garcés Barriga, por encontrar que existían pruebas suficientes para demostrar el delito de homicidio intencional que habíamos interpuesto en contra de él.

Cumpliendo esa orden, el Capitán Obando, concurrió al domicilio del médico, pero su sorpresa fue mayúscula, no sólo por no encontrarle sino porque había sido alertado de la providencia del Juez.
En la búsqueda del fugitivo, el Capitán encontró su beeper, y entre los mensajes recibidos en el aparato, encontró uno que le recomendaba que huyera, porque se había ordenado su prisión. El Capitán Obando, no pudo cumplir con la orden del Juez y, casi enseguida fue trasladado a otra plaza.


¿Quién alertó a Garcés, indicándole que se esconda? Nadie, excepto el Capitán Obando, lo supo y el oficial se llevó el secreto a la tumba, porque perdió la vida en un enfrentamiento con delincuentes en la región oriental del país, según me han referido.

He ahí un claro ejemplo de cómo se escriben páginas vergonzosas en la administración de Justicia de este país. Se ordena la prisión, pero al mismo tiempo se alerta al encausado para que huya. En las oficinas de los jueces trabajan malos ecuatorianos, fácilmente comprables, que no vacilan en conocer esas providencias a quienes pueden ofrecerles dinero o canonjías.

¿Será posible conocer algún día el secreto que el Capitán Obando se llevó a la tumba? Posiblemente no. Solo el tiempo podrá responder esta pregunta”.

Si el SIDA fue la sombra de su vida, no fue la única. Por haber sido contagiado de esa enfermedad, luego habría de sufrir de Hepatitis C; y como si esto fuera poco, otra dolencia llamada Hipoparatiroidismo se incubaría en su ya gastado cuerpo provocándole unas tumoraciones en el rostro y en casi todo su esqueleto, deformándole.

Pero, eso no fue suficiente para doblegarlo. Carlitos ya no quiso llamarse Carlitos, exigió llamarse Carlos, porque había aprendido a madurar. Quería sentirse un adulto y como tal retomó sus estudios y se graduó de bachiller, en su casa. El Ministerio debió reconocerle el título. Eso fue lo único que la sociedad le retribuyó.

Luego se matriculó en la universidad. Decidió estudiar Comunicación. Con su poca experiencia laboral ingresó a trabajar como Relacionador Público de 2 Fundaciones y con lo poco que ganaba aportaba a mantener a su familia. Había cumplido otro sueño, apoyar a su padre que apenas si ganaba para dar de comer a su esposa y a sus tres hijos: Carlos y sus hermanas: Katherine y Scarlett, nombres extraños para dos hijas de esta tierra.

En toda esta etapa, su vida cambió en la misma medida en que su cuerpo el que exteriormente cambió poco, pero interiormente cambió para peor. Su alma, en cambio sufrió más y creció mucho más.
Aprendió a amar no solo a su familia, aprendió a amar a los demás, aprendió a perdonar, aprendió a amar a la mujer, a su ciudad, a su sociedad, a su país.

Muchas chicas se le acercaron porque de su vida se desprendía una aureola a héroe, a guerrero, pero cuando comprobaron que ese guerrero estaba hecho de carne y hueso, de sangre y de pasiones, no tuvieron el coraje de respaldar con hechos sus palabras y le hirieron.

Muchos políticos se le acercaron para pedirle prestado su nombre. Apenas aceptó una vez, tal vez motivado por la curiosidad, por la luz incandescente de la tarima. La experiencia no le agradó. Prefirió volver a la soledad de su cuarto a pensar, a sentir, a chatear, a conversar.

¿Qué pasó? ¿Por qué murió?

La noche anterior, como muchas otras, había acudido al cine con un grupo de amigos y amigas. Con ellos debe haber conversado, reído, bromeado.

Pero al llegar a su casa, la verdad se impuso. Se sentía mal desde hace días. Si alguien revisa el Facebook de Carlos Mora Peñafiel encontrará frases como “me siento mal”, “no es un buen día”, “estoy hinchado”, “estoy cansado”. Otros amigos le habrán escuchado que el acudir varias veces a la semana al tratamiento de la hemodiálisis le causaba, cada vez más, dolor, sufrimiento.

A su madre, a ella que no podía ocultarle nada, apenas le pidió que le llevara a una clínica. Antes de llegar a la casa de salud, su cuerpo ya no pudo más. Hasta esa noche llegó su lucha. ¿Sus enemigos habían ganado la guerra?

No estoy tan seguro. Su ejemplo se sembró. Su lucha permanece presente.