domingo, 4 de diciembre de 2011

El Show debe continuar

EL ESPECTÁCULO DEBE CONTINUAR

“Cuando yo hice teatro serio con Marco Barahona, dábamos una función en Cuenca y ahí, a él se le murió un hijo tierno. Y Marco Barahona dejó velando el cadáver de su hijo en la habitación del hotel donde estábamos hospedados y fue a dar la función, porque el público no tenía por qué salir defraudado puesto que ya había  pagado su entrada y esperaba la obra. El respeto al público es básico. El actor que no respeta la público no se respeta a sí mismo”.
Alguna vez leí esta declaración de Ernesto Albán al periodista Francisco Febres Cordero, publicada en el diario El Tiempo, de Quito y comprendí el por qué del éxito de este gran actor.
Cada época tiene sus representantes, ciertos personajes que logran extraer los valores intrínsecos de una sociedad y los exponen a la luz, para que sus hombres y mujeres puedan reconocerlos y valorarlos.
No siempre esos personajes coinciden con los líderes políticos o sociales, por el contrario, la mayoría de las veces, son parias o, al menos, periféricos, que no comparten las mieles del poder sino las hieles del sufrimiento y de la desesperanza del día a día. Conocen intuitiva o catedráticamente la esencia popular, aquellos valores, pensamientos y sentimientos que pertenecen al pueblo que lo representan.
El arte se transforma en el vehículo apropiado para esta expresión. La pintura, la escultura, la escritura son armas poderosas para expresar lo que vive en el interior de un pueblo. Los artistas son más apreciados en la medida que logran interpretar con sus obras esa esencia popular.
Desde la Grecia antigua, los actores llevaban máscaras para no ser reconocidos en el escenario como personas de carne y hueso, sino como personajes investidos de cualidades y defectos propios de su época y de su pueblo; pero las tramas que representaban cargan los dramas humanos, sus pasiones, sus odios, sus ideas, sus amores, sus esperanzas, sus relaciones con los dioses. Desde entonces, el teatro ha sido el reflejo real o distorsionado de la realidad.
El siglo pasado está marcado por la guerra. La violencia desatada fue tan cruel que, literalmente, la sangre cubrió todo un continente, y al otro lado del mundo una bomba abrió las puertas del infierno atómico. Millones de seres humanos perdieron la vida y otros tanto lo perdieron todo, incluso su dignidad. Así en ese contexto no es de extrañarse que la humanidad quisiera reírse para esconder su llanto. El drama dio paso al sainete, a la ironía, a la inteligente brillantez del doble sentido para implorar la presencia de la risa que alejara la oscuridad del dolor vivido.

 
Charles Chaplin fue la figura más representativa de esta época.  Charlot tuvo tanta fuerza, fue tan verdadera que, a veces, creo que se tragó al propio Chaplin. Charlot vive independiente de Chaplin, pero este no existe sin aquel.
En la joven América, otro personaje similar habría de aparecer. Cantinflas, nombre que se tragó al de Mario Moreno. El segundo fue decisión de sus padres, el primero fue adoptado por el artista y conocido por su pueblo.
Entre nosotros, habría de nacer otro de estos personajes destinados a representar el alma popular: Don Evaristo Corral y Chancleta, nombre no tuvo empacho en hacer desaparecer al de Ernesto Albán, con el que le bautizaron a quien le prestó su figura.
Estos tres personajes tienen mucho en común. Ellos nacieron y vivieron en una época de depresión colectiva, en la que la angustia y la pobreza se sumergía en la violencia. La primera guerra mundial, la gran depresión y los preparativos para la segunda gran guerra no pudieron impedir su nacimiento, ni su surgimiento.
Los tres son de pequeña estatura física, con un aire de grandeza que no podía  esconder sus flaquezas y miserias. Vestían  un traje parchado y raído por el tiempo que les daba cierta independencia intelectual para decir y hacer lo que quisieran camuflándose entre los ricos y afortunados, pero perteneciendo  a los pobres y desheredados de la tierra.
Don Evaristo no tuvo la fortuna de nacer en un país donde la industria del cine podía transportarle más allá de sus propias fronteras, cosa que si tuvieron Charlot y Cantinflas. Pero los tres se hermanan en su arte, en su capacidad de arrancar de sus públicos esa carcajada estentórea que nace al momento de perder el miedo al ridículo y esa sonrisa que nace de las lágrimas.
Ernesto Albán Mosquera fue el cuarto hijo del hogar formado por el Dr. Luis Alfonso Albán  y doña Dolores Mosquera Veloz. Nació en 1912 en Ambato, capital de la provincia del Tungurahua, y jardín de flores y frutas.
Huérfano desde temprana edad, (2 años) debió vivir su infancia bajo los cuidados de una tía suya Herlinda Mosquera, con quién debió emprender el éxodo hacia la capital de la República. Allí estudió la primaria hasta que nuevamente le visitó la horfandad. Su tía murió cuando tenía 10 de edad, por lo que debió retornar a Ambato al cuidado de sus hermanos mayores.
En su ciudad natal cursó la secundaria. Estando en ella, el Rector del Colegio comprendió que este niño estaba destinado a vivir del arte, por lo que solicitó a la Municipalidad del Cantón se le conceda una beca para estudiar en Quito, música, canto y declamación.
Con esa beca pudo ingresar en el Conservatorio donde estudió 7 años, graduándose de Oboista, sin embargo serían las clases de declamación las que le permitirían ingresar a la compañía de teatro de Telmo Vásconez, donde empieza su carrera artística.
Giras por todo el país le ponen en contacto con la gente, con el pueblo, aprendiendo a conocerlo, a sentir sus angustias y necesidades, a reír con los hombres y mujeres que cada  noche colmaban las butacas de los teatros donde se presentaba esta compañía teatral.
Un día, igual que el anterior pero diferente al del día siguiente, Ernesto Albán conoce a Don Evaristo Corral y Chancleta, personaje creado por el periodista y escritor Alfonso García Muñoz.
Este periodista escribía una columna costumbrista en el diario El Comercio de Quito, a la que titulaba  “Estampas de mi ciudad”. Para ser más real y vívida a su columna se le ocurrió crear este personaje, sin imaginar siquiera que habría de suceder lo que siempre sucede cuando se comprende a su pueblo. El personaje rebasó su propiedad y adquirió vida propia. Salió volando del papel periódico para encarnarse en Ernesto Albán, y éste tampoco se dio cuenta de que el personaje habría de apropiarse de su identidad.
Don Evaristo Corral y Chancleta habría “de dar diciendo” al pueblo ecuatoriano, aquellas ideas y frases que el pueblo pensaba pero que no atinaba a ponerles palabras. Sin miedo ni favor, Evaristo era la voz del pueblo que con ironías y sin tapujos desnudaba los intersticios del poder. Ningún gobernante ni líder político salió bien librado de sus frases. Todos le tenían miedo porque la carcajada que arrancaba al pueblo no era ofensiva, simplemente era verdad; y la verdad como dice el poeta, “nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”.
Cuarenta y seis años se encarnó Evaristo Corral y Chancleta; cuarenta y seis años que se vistió con la misma ropa, que recorrió todos los rincones del Ecuador, que descubrió a su pueblo y consiguió de él, una entrega total. Se fundieron en uno solo.
Sólo la muerte pudo devolver a Ernesto Albán su identidad. Pero, la verdad no estoy seguro, no se si en la eternidad Ernesto Albán se llama así, o Evaristo sigue haciendo de las suyas, arrancando risas y sonrisas a las buenas almas que seguramente allí habitan.